Por Martha Ocaña
La semana pasada hablé sobre lo contrastante de ganar un premio mostrando el dolor de la gente como ahora el World Press Photo 2011 con una foto tan fuerte como esta “piedad contemporánea” tomada por Samuel Aranda, fotógrafo español y que puede ser apreciada en la dirección electrónica del epígrafe.
Nada tan bello y tan lleno de fuerza como el dolor de los más desprotegidos. Un dolor globalizado en un mundo contagiado por la ambición de lo inmediato y de lo fácil, del lujo y de los placeres sensuales sin horario ni medida. Pero hablar así pareciera un intento por moralizar y yo estoy un poco hastiada de oír moralinas o de hacerlas. Deseo tan sólo analizar las realidades; las que nos llegan directa e indirectamente; lo local o lo internacional. Es cierto que el mundo es un pañuelo pero también es un océano. Nos perdemos en él, pero coincidimos a cada momento identificándonos en lo que nos hace felices o lo que nos deprime. El asunto es que cada acto individual pertenece a una categoría de actos que determina las oleadas de bondad, maldad, pericia, odio, venganza, lasitud, negligencia, (por dejar de nombrar las reinas de la lista: la corrupción y la violencia), oleadas que conforman la “opinión pública”, “las decisiones de un pueblo o de una mayoría”; “los golpes de estado”, “las primaveras árabes” y los efectos “tequila o dominó”.
A ratos me siento extraviada porque no entiendo a dónde vamos ni dónde se origina todo esto que hoy vivimos. Ayer, en ese intento por encontrar el rumbo en un instante, en que la vida parece detenerse, después de cuatro días de lluvia constante, le preguntaba a “mi interlocutor de cabecera” cuál pensaba él que sería la solución a esta vorágine de deterioro social que no da descanso. Palabras más palabras menos lo puso así: “es cuestión de ciclos”. Al hombre de este momento le importa eso: su momento. No piensa en el pasado y no le interesa el futuro. Le concierne su tiempo y la forma como ha de vivirlo”. Me quedé pensando en ese hombre de hoy, ese hombre que soy yo, que es el que lee y el que no lee esto. El que sabe leer y el que no también. El empresario y el migrante del crucero del Río Santiago. El funcionario y el dueño de un Oxxo. El del carrito de frutas y el sicario; la señora de los tamales y el dueño de los restantes predios azules que rodean nuestra ciudad; el soldado y el lugarteniente. Un sacerdote o un prelado de mayor jerarquía. Un presidente y un senador. Un rey de la España contemporánea y un griego en crisis.
Cada uno con un origen y una formación que –parece- determina en gran medida su nivel de ambición o satisfacción así como las formas de saciarla. Cada uno con un esquema de valores que le permite o no trepar económicamente con mayor o menor facilidad. Cada uno con un código de ética que obedece a su moral o a sus convicciones. Ahora más frecuente esa ética es flexible. Cada individuo con su creencia religiosa y con una doble o triple moral que facilita, o le obstaculiza el camino. Cada uno viendo por su santo, en una carrera por el logro individual que le permita acceder quizá a un paquete más en la televisión de paga o en la telefonía celular, a una escuela privada, a otro auto, a una casa propia “más mejor” que de “interés social” o a una villa en la Toscana; a un mausoleo como el que se erige en el cementerio de Pachuca, o a una cirugía para tener una cuerpo escultural o para viajar a León a ver al Papa, o… Es interminable la lista de deseos y “apetencias de la carne” como solían decir desde los púlpitos “sus excelentísimas” personalidades de la grey católica. Nos volcamos sobre la forma de satisfacerlos en esa búsqueda de una felicidad que no muchos conocen y pocos comparten.
No sé si, abstenerse del voto, o votar por la primera mujer que puede ser presidenta de México, o por quien promete una “república amorosa” en lugar de un país tomado por las fuerzas indómitas de la corrupción y la violencia o finalmente, por quien pretende regresar a esa farsa que han sido más de setenta años en el poder, abra la puerta a la posibilidad de alguna solución. Yo lo veo de otra manera. De lo que va de lo particular a lo general, aunque difícilmente puede uno pretender que limpiar la casa puede alcanzar para limpiar el país. Los esfuerzos personales son importantes pero deben llegar a hacerse colectivos para que impacte en las áreas que requieren la mejora.
No quiero que una mujer me gobierne sólo porque ella ha cuidado “bien” de sus hijas o porque ella sí es la “señora de la casa”. No es un argumento suficiente, ni eso, ni la cuota de género. Tampoco quiero un presidente que cambió su discurso en seis años porque entendió que la imagen y la perorata pública son la moneda de cambio a favor del voto; mucho menos quiero darle el permiso de gobernarme a un personaje de ficción y de cartón, de gomina y de ideas paleolíticas, que promete resultados sólo hasta sentarse en la silla del águila, desde donde podrá mandar y decidir.
La situación de México tiene sus rasgos propios pero es una manifestación de la evolución (¿involución?) de los individuos, sus sociedades y sus instituciones, las cuales han quedado obsoletas y fuera de forma a nivel global. Éste es un mundo nuevo que no puede ser gobernado con las reglas de una sociedad clásica. Tarea de expertos, de filósofos y estadistas que no puede ser dejada para otro día, porque el dolor de una madre clamando piedad para su hijo que yace muerto en sus brazos, es el mismo con burka o con rebozo.