Por Alejandro Rosas
A cuatro años de iniciada la lucha armada con el llamado de don Francisco I. Madero, en septiembre de 1914, las divisiones en la lucha revolucionaria era casi un hecho; Huerta ya era historia, pero las diferencias políticas entre Venustiano Carranza y Francisco Villa parecían irreconciliables y todo era cuestión de tiempo antes de que comenzara de nuevo la violencia revolucionaria, pero esta vez en una abierta lucha por el poder.
Tratando de mediar entre Carranza y Villa, y Álvaro Obregón estuvo a punto de ser fusilado por el Centauro del Norte. Se propuso entonces un último intento por solucionar los conflictos entre las distintas facciones revolucionarias y fue convocada una convención revolucionaria que inició sus trabajos en la Ciudad de México.
Desde luego Villa y Emiliano Zapata temían al “madruguete” en la capital del país -territorio ocupado por Carranza. A petición de algunos generales “neutrales”, la Convención se trasladó a la ciudad de Aguascalientes, donde Carranza fue cesado en sus funciones de Primer Jefe del Ejército Constitucionalista y encargado del Poder Ejecutivo y el general Eulalio Gutiérrez fue designado presidente provisional. Eran los primeros días de noviembre de 1914.
Carranza, Obregón y algunos otros generales se movilizaron hacia Veracruz para reorganizar sus fuerzas y esperar los movimientos de la Convención. Por su parte, el presidente Gutiérrez avanzó hacia la Ciudad de México. En ella se reunirían por vez primera Villa y Zapata.
A fines del mes de noviembre, los últimos contingentes constitucionalistas abandonaron la ciudad y los primeros batallones zapatistas iniciaron la ocupación de la capital de la República. Los habitantes de la ciudad estaban atemorizados. Si con los constitucionalistas les había ido mal, qué podían esperar de los villistas y zapatistas, y peor aún de sus jefes. Villa tenía la fama de asesino y Zapata era conocido por la prensa capitalina como el “Atila del Sur”.
Paradójicamente, la ocupación zapatista fue muy ordenada y tranquila. La mayoría de los campesinos nunca habían estado en una ciudad como la capital del país y la recorrieron con mucha precaución, estaban impresionados y se veían incómodos. “Por no conocer cuál era el papel que debían desempeñar –escribió John Womack-, no saquearon ni practicaron el pillaje, sino que como niños perdidos vagaron por las calles, tocando las puertas y pidiendo comida. Una noche oyeron mucho ruido y sonar de campanas en la calle, de un camión de bomberos y sus tripulantes. Les pareció que el extraño aparato era de artillería enemiga y dispararon contra él, matando a doce bomberos”
El propio Zapata tuvo un comportamiento diferente al de Carranza. No sintiéndose tranquilo en la Ciudad de México, se hospedó en un modesto hotel junto a la estación del ferrocarril que iba hacia Cuautla. El 4 de diciembre, los dos caudillos más populares de la revolución, Villa y Zapata, se reunieron en Xochimilco, un agente norteamericano atestiguó el encuentro:
Villa era alto, robusto, pesaba cerca de 90 kilos, tenía una tez casi enrojecida como la de un alemán, se cubría con un saracof, iba vestido de un grueso suéter marrón, pantalones de montar de color caqui y botas pesadas de jinete. Junto a él, Zapata parecía ser natural de otro país. Mucho más bajo que Villa, no debía pesar los 70 kilos, era un hombre de piel oscura y rostro delgado, cuyo inmenso sombrero a veces echaba tal sombra sobre sus ojos que no se le podían ver […] vestía una corta chaquetilla negra, un largo paliacate de seda de color azul pálido […] Vestía pantalones apretados negros, de corte mexicano, con botones de plata cosidos en el borde de cada pernera.
Dos días después, el 6 de diciembre, los dos ejércitos hicieron su entrada triunfal en la Ciudad de México y desfilaron por sus principales calles. Algo más de 50 mil hombres se concentraron en Chapultepec, y a las 11 de la mañana empezaron a avanzar por el Paseo de la Reforma.
A la vanguardia iba un pelotón de caballería compuesto por fuerzas de la División del Norte y del Ejército Libertador del Sur, en seguida venían a caballo Villa y Zapata, el primero “con flamante uniforme azul oscuro y gorra bordada” y el segundo “de charro”.
En un momento del trayecto, Villa perdió su quepí, que cayó al suelo, y Zapata, mostrando sus grandes dotes de charro, sin bajarse del caballo y todavía en movimiento, se agachó y recogió la prenda, entregándosela al Centauro del Norte. La apoteósica jornada culminó cuando Villa acompañado por Zapata se sentó en la silla presidencial y sonriente se tomó la foto que pasaría a la posteridad, mientras el Caudillo del Sur, veía receloso a la cámara.
La presencia de Villa en la Ciudad de México tuvo sus momentos anecdóticos. Al igual que Obregón, fue al Panteón Francés a rendirle honores a Madero. El Centauro lloró amargamente frente a la tumba del “apóstol de la democracia” y siendo realmente sincero su cariño hacia don Panchito, decidió cambiar el nombre de la calle de Plateros por el de Francisco I. Madero, jurando que mataría a quien se atreviera a cambiarlo nuevamente.
El alcohol hizo muchos estragos entre villistas y zapatistas que por cualquier razón terminaban dándose de balazos. Hubo casos en que generales de ambos bandos intercambiaban hombres con alguna cuenta pendiente dentro de sus filas y los fusilaban sin miramientos. Ni Villa ni Zapata respetaron la autoridad del presidente Eulalio Gutiérrez ni de sus ministros.
“La vida diaria de los habitantes de la ciudad –escribió Bertha Ulloa- llegó a volverse insoportable cuando, además de las pugnas entre villistas y zapatistas, otros elementos contribuyeron a amargársela: la escasez de los artículos de primera necesidad, el aumento de precios, lo corto de los salarios, la abundancia del papel moneda y su poco poder adquisitivo. La miseria y el hambre provocaron saqueos, asaltos, huelgas, manifestaciones y la contrapartida de los tiroteos de la policía para restablecer el orden.”
Esos difíciles meses para la capital del país, fueron los únicos en que la sociedad pagó su indiferencia y falta de politización. El asesinato de Madero no sólo significó la pérdida de una vida humana, sino el abierto rechazo a los principios democráticos que había tratado de instaurar en México, y no existía la posibilidad del perdón.